Del universo.

Mientras tanto, millones de personas en el mundo siguen cocinando en silencio, sin cámaras ni frases hechas, sosteniendo culturas enteras con platos que ni siquiera necesitan explicación.

Pero claro: eso no vende turrones.

El problema no es la frase; es la costumbre de convertir cualquier conversación sobre comida en un ranking identitario, donde lo nuestro es siempre lo mejor porque sí. Ese discurso vacío que confunde el fogón con un podio y la cocina con una competición olímpica.

Que tengáis buena semana, incluso con la lluvia a contrapié. Y que no nos falte nunca una mesa donde sentarnos a celebrar.

Así que, mientras la lluvia sigue cayendo con esa contundencia que ya echábamos de menos, pienso que las celebraciones son de todos. Y que si no las defendemos, no perderemos un entretenimiento: perderemos un refugio. Uno de los pocos que quedan donde nadie tiene que demostrar nada.

La revolución de la fiesta está en lo más básico: poder sentarse a una mesa sin importar de dónde vienes ni cuánto traes en el bolsillo. Un gesto tan simple y tan incómodo para quienes quieren convertir la vida en un escaparate.

Parece que todo lo que funciona sin permiso acaba en la mira de alguien. Todo se convierte en producto, lo espontáneo en espectáculo, y luego se sorprenden de que la gente esté agotada. Normal: si nos quitan hasta los momentos que nos sostienen, ¿qué nos queda? ¿Reservas de diseño y copas carísimas?

La fiesta popular nació precisamente para lo contrario. Para que la gente respirase un poco. Para recordar que, aunque la vida apriete, existe un rincón donde el esfuerzo no dicta el acceso y donde el disfrute no necesita instrucciones.

Y quizá por eso molesta tanto. Hay quien no soporta que algo tan sencillo —un guiso, cuatro mesas, un poco de música— funcione tan bien sin intermediarios. Ahora resulta que la tradición necesita envoltorio premium, como si un pote o un pescado al horno fuese sospechoso si no lleva marketing.

Quien tiene que negociar días libres, estirar el sueldo o encajar horarios imposibles suele vivir esos momentos sin adornos. Esa gente no necesita posar: con haber llegado ya han ganado media batalla. La alegría les brota sola, sin botón de encendido.

Las celebraciones gastronómicas siempre han tenido esa capacidad de igualar sin hacer ruido. Llegas con tu cansancio, tu semana torcida, tu sueldo justito, y la mesa te acomoda sin pedir explicaciones. La fiesta no examina a nadie.

Con este chaparrón de fondo, me da por pensar en la fiesta. En cómo levanta el ánimo con una facilidad que ni el mejor pronóstico meteorológico. Basta con un plato en el centro y un par de voces alrededor para que el mundo parezca, por un rato, menos cuesta arriba.