Cuando hablamos de los inicios del cine solemos pensar en los Lumière, en Edison o en Méliès. Los manuales repiten los mismos nombres, casi siempre masculinos. Sin embargo, el séptimo arte nació de una mezcla explosiva: un poco de física de la luz, bastante química de laboratorio… y la audacia de una mujer que se atrevió a mirar más allá de lo evidente. Su nombre era Alice Guy-Blaché.

La lluvia caía en una cortina gris y obstinada, golpeando los cristales con insistencia. Y con ella, el silencio. Un silencio denso, pesado, que se filtraba por las rendijas de las puertas y se instalaba en cada rincón de la casa. Mi hermana, en su habitación, era un enigma sellado. Cada aguacero la convertía en una sombra tras la puerta cerrada, en una reclusa voluntaria. Nadie, en esta casa de ecos y secretos, se atrevía a quebrar esa mudez. Las preguntas se ahogaban en miradas esquivas, en un mutismo que era tanto condena como protección.