Querer ser grande o rico, ¿no es ya resolverse a mentir, a someterse, a arrastrarse, a presumir, a adular, a disimular? ¿No es consentir en ser criado de los que han mentido, se han sometido, se han arrastrado?

Un hombre que se jacta de no cambiar nunca de opinión, es un hombre que tiene la molestia de tener que ir siempre en línea recta, un imbécil que cree en la infalibilidad.

En cuanto nos sucede una desgracia hay siempre algún amigo dispuesto a venir a contárnosla y a escarbarnos el corazón con un puñal, haciéndonos además admirar su mango recamado.

No perdonamos a nadie que muestre un sentimiento en su completa desnudez, como no perdonamos al hombre que no tiene un ochavo.

Porque esta es otra de las cosas propias de los inmigrantes (fugitivos, emigrados, exiliados): no pueden escapar de su historia más de lo que uno puede escapar de su sombra.

Cuanto más se esfuerza Aquiles por atrapar la tortuga, con más elocuencia manifiesta su ventaja la tortuga. Del mismo modo, los hermanos (Millat y Magid) correrán hacia el futuro, sólo para descubrir que, de un modo más y más elocuente, expresan su pasado, ese lugar en el que acaban de estar.

La ambivalencia de la palabra «identidad», que tanto puede unir como separar. ¿Y qué era más traumático, la unión o la separación?

Oh, qué enmarañada tela la que tejemos entre todos.

John Donne dijo que, más que los besos, unen las almas las cartas.

Pero el inmigrante no puede menos que reírse al oír los temores del nacionalista, que teme la contaminación, la infiltración, el mestizaje, porque estoy son bagatelas, chorradas, comparado con lo que teme el inmigrante, que es la disolución, la desaparición.

La enfermedad no era más que la falta de lógica en el genoma, al igual que el capitalismo no era más que falta de lógica en el animal social.

Si la religión es el opio del pueblo, la tradición es un estupefaciente más siniestro todavía, sencillamente porque casi nunca parece siniestra.

Nos prometen la independencia a cambio de dejar de ser los hombres que fuimos. Pero es un pacto diabólico. ¿Qué puedo hacer? ¿Quedarme aquí? ¿Ir a otro sitio?

¿Qué voy a hacer? ¿Volver a Bengala? ¿A Delhi? ¿Quién querrá allí a un inglés como yo? ¿A Inglaterra? ¿Quién querrá a un indio?

Una niñez aburrida, un matrimonio desgraciado y un trabajo insípido —la terna clásica — pasaron rápida y silenciosamente, sin apenas diálogo, haciéndole revivir las mismas sensaciones.

«Menuda perspicacia —pensó Archie—. Qué fácil es acertar mirando hacia atrás».